miércoles, 12 de diciembre de 2012

Afinando los instrumentos

                                                          


Los números no eran su fuerte, pensó para sus adentros, al tiempo que afinaba sus instrumentos de música. Observó a través de la ventana de madera que daba a la calle y vió una pareja que pasaba sobre la otra acera, no hablaban fuerte pero si podía escucharse que hablaban del 12, que hoy todo era 12. Se dió cuenta que se referían a la fecha, al día de hoy y se transportó de inmediato a su primer fecha rara como le llamaban los niños.

Luego de un par de vueltas vió el famoso 7, 7 del 77. Sintió recogerse, vió la iglesia, los pantalones azules, los autobuses y las casas viejas que habían al cruzar la calle. Casi que abandonaba ese trance cuando recordó que debería seguir afinando los instrumentos; una vieja guitarra a la cuál recién le había comprado unas cuerdas que necesitaba; las encontró en la Casa Rivas más cercana, que estaba a escasos 200 metros de donde vivía.

Ese mismo día, que fue por las cuerdas se encontró a Leiva, que lo estaba esperando para ir, porque él también era miembro del cuarteto que estaban formando. Se encontraron en la esquina del ministerio y quedaron que después de ensayar irían al Centenario un rato a jugar fútbol.

A su regreso les gustaba pasar frente a la iglesia, nunca más entraban, sólo les gustaba quedarse frente a aquella construcción histórica, observaban que no había cambiado mucho, aún tenía los mismos colores y ya no tenían que rezar a diario previa orden de la señorita Siliézar, se dijeron; al momento que se reian.

Leiva le contó a Mejía que un día se animó a entrar, sólo por probar que se sentía y le dijo entusiasmado - es increíble, todo está igual, las paredes siguen con el mismo color gris combinado en disminución y el piso igual de lustrado. La tienda tiene la misma ubicación, frente al escenario y aunque no me creas -le dijo- el olor sigue siendo el mismo, te acordás? - Mejía se quedó pensativo por un momento, como imaginando aquella escena que su amigo le narraba de manera tan vivaz. Si me dan ganas de ir, le dijo, me gustaría ver todo aquello de nuevo, más de cerca, pero la verdad que no creo poder volver. A mí se me vienen esos momentos felices, aunque afuera había mucho ruido.

Un autobus de la ruta 4 los interrumpió, se vieron el uno al otro y dijeron, vámonos, apurate que hay que ir por los trajes oscuros, esos nos toca usar mañana, yo ya tengo lista la camisa blanca.

Cruzaron la calle que estaba al poniente hacia la derecha porque el sastre les dijo que los esperaría hasta las cuatro de la tarde, porque tenía otros cortes que hacer.

Cuando llegaron donde don Guayo - el sastre -, ya les tenia listo y bien planchados sus trajes recién hechos, justo a la medida de cada uno de los muchachos. También el lugar tenía sus propios cuentos, el mismo don Guayo había dispuesto uno de los cuartos como taller de talabartería, uno de sus hijos, medio encorbado hacía trabajos en cuero, le quedaban finos pero por lo mismo le resultaba difícil venderlos. A la gente de los alrededores no les interesaban esas cosas. Les cobró lo de los sacos, al momento que con mucho cuidado los doblaba dentro de una bolsa plástica que parecía tener varios usos. El sastre sacó otras telas que extendió sobre la mesa en la cual trabajaba, alcanzó uno de sus yesos con los que trazaba y trazaba para definir los nuevos cortes para nuevos encargos que tenía.

Los muchachos antes de partir le prometieron al sastre que regresarían otro día porque les gustaba las historias que les contaba del centro, que cómo era antes que se quedara tan sólo.

Dejaron la casa vieja y se echaron a andar, cruzaron esta vez por la calle que estaba detrás de la iglesia, dónde permanecian los mismos árboles, fieles testigos del tiempo y las mismas ventanas que años antes habían escondido tantas travesuras.

Mira le dijo uno al otro, ya no vamos a ir al parque, es mejor que nos quedemos afinando las cuerdas. Sí -respondió el otro- ya no juguemos, mejor toquemos, hagamos música.




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